jueves, 16 de abril de 2009

Romero: la dimención socio-política de su presencia, compromiso y testimonio, a 29 años de su martirio

Por: Luis Enrique Marius
Uruguayo, fue dirigente de la Central Latinoamericana de Trabajadores (CLAT), ponente en el Sínodo de los Obispos sobre la Misión del Laicado en el Mundo del Trabajo, es Director General del CELADIC (Centro Latinoamericano para el Desarrollo, la Integración y Cooperación) y Asesor del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano)
A finales del año 1978, tuve la oportunidad de reunirme por casi dos horas, en el Palacio Arzobispal de San Salvador con Mons. Romero.

Fue en la etapa más dura de su responsabilidad pastoral, entre los años 1977 (12 de Marzo, asesinato del Padre Rutilio Grande, su gran amigo) y 1980 (24 de Marzo, momento de su cobarde y alevoso asesinato).

Me encontré con un hombre que el poeta argentino Atahualpa Yupanqui define como “los que ponen el gesto delante de la palabra”.

Me produjo dos sensaciones que naturalmente se complementan en las personas que no “observan”, sino que “viven” su realidad.

Por una parte, perplejidad y angustia al constatar tanto odio y maldad presentes en el corazón de muchos de sus compatriotas, que los llevaban a cometer atrocidades en desmedro de personas inocentes por el simple hecho de discrepar por ideas e intereses diferentes; y por otra, la responsabilidad que sentía como pastor, de ser voz de los que no la tienen, y asumir la doble dimensión de su compromiso cristiano en denunciar y anunciar, encarnar las angustias de los más excluidos y perseguidos, y sembrar la esperanza en la justicia y el amor.

Compartimos informaciones y análisis sobre las causas, pero especialmente, como enfrentar las consecuencias de esa polarización que arrastraba y devoraba a todo un pueblo hacia una cultura de la violencia y la muerte.

Fue la primera y única vez que pude verlo personalmente y me causó una muy grata impresión. La de un pastor comprometido con su pueblo, con los más sufridos, excluidos y reprimidos de su pueblo, con una gran dosis de entrega y sacrificio, verdaderamente, “un signo de contradicción”, como deberíamos serlo todos los cristianos.

Unos años más tarde me encontré nuevamente con el Arzobispo de San Salvador, que en esa oportunidad era Mons. Rivera y Damas, quién había sucedido a Mons. Romero. Estábamos en el jardín de su residencia y a su lado un niño de no más de 4 años le tenía de la mano. Hablábamos de la violencia, compartíamos la preocupación tanto por erradicar las causas, como de asumir y restañar las heridas que aún no habían cicatrizado. Recuerdo que acariciando la cabecita del niño que tenía a su lado, me dijo: “él vio como un grupo de militares asesinaban a su padre, madre y hermano…quedó sólo…¿qué podremos hacer para borrar eso de su corazón?...pasarán algunas generaciones antes de lograrlo.”

El Salvador se situaba, al igual que la gran mayoría de los países centroamericanos, no ya en el “círculo de fuego” como se le denomina a esa región por la presencia y acción de los volcanes, sino en el “circulo de violencia” generada por ideologismos que hacen de la violencia un instrumento privilegiado de acción política para imponer sus intereses particulares.

En Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, viví la persecución y asesinato de muchos compañeros y amigos, por el único delito de no aceptar “etiquetas prefabricadas”, ni “alineamientos” en función de intereses que no eran los de los trabajadores y nuestros pueblos. Más que la violencia, me rebelaba la impotencia ante la impunidad y el abandono que tienen los dirigentes y militantes sociales o políticos, cuando no existe referente legal alguno a quién recurrir en esas situaciones.

Centro y Latinoamérica vivían y sufrían lo que analistas denominaron la etapa de la “guerra fría”. A mí no me gusta mucho esta caracterización, porque era fría para algunos que observaban nuestra realidad desde lejos, pero muy caliente para quienes la vivimos, y en muchos casos la seguimos viviendo. En El Salvador, durante el año 1979 y sólo en tres meses, murieron asesinadas 900 personas. Algunas estadísticas afirman que en Centroamérica, murieron violentamente más personas que en la guerra de Vietnam.

Era la lucha por los espacios de influencia político-ideológica. Estados Unidos quería mantener su hegemonismo en la región, aunque tuviese que apoyar o imponer y sostener (como lo hizo por décadas) a regímenes totalitarios y violentos, promoviendo la presencia militar ante el fracaso de las estructuras políticas tradicionales.

Era una opción por el control militar y policial, antes que apoyar soluciones a los graves problemas sociales y económicos que se generalizaban y profundizaban en la región.

De otra parte y ante la debilidad de las estructuras políticas denominadas de izquierda, se generalizó la proliferación de grupos que optaban por el “foquismo”, la lucha armada, como la única estrategia para obtener el poder, intentando justificarse en las injusticias sociales, en la inequitativa distribución de la riqueza, en la exclusión y marginación de las grandes mayorías. Para ello, contaron con el apoyo de la Unión Soviética a través de Cuba y otras mediaciones, que estratégicamente le servían para desestabilizar el “patio trasero” de los Estados Unidos.

Esta polarización no sólo ayudaba a las radicalizaciones, sino que se justificaba en ellas mismas, y se generó una espiral de la violencia que nos acompañó durante más de dos décadas y que cubrió con la sombra de una larga noche de atrocidades, gran parte de la región latinoamericana.

Recuerdo que en esa misma época, un gran amigo y hermano entregó su tesis de doctorado en desarrollo en la Universidad de Lovaina, donde asumía toda esta problemática y llegaba a una muy grave conclusión: las resultantes de la presencia e incidencia militar en Latinoamérica y la respuesta armada de algunos sectores, confluían en las mismas y nefastas consecuencias: la de haberse autojustificado unas a otras, y ambas, ser las responsables de una postergación por más de dos décadas, de condiciones mínimas de desarrollo en nuestros pueblos.

En ese contexto, no sólo se generalizan y polarizan las opciones, que hacen difícil el desarrollo y aplicación de claros criterios de discernimiento, sino que las “etiquetas” no sólo se colocaban a otros a partir de sus opciones, sino que también sirvieron para intentar, por lo menos, autojustificar las propias, y muchas veces, esconder la cobardía por no asumirlas.

Quienes hacen el esfuerzo, no por mantenerse al margen de las realidades, sino de vivir con coherencia el pensamiento y el compromiso asumido, sufren al igual que Mons. Romero, el “etiquetado” que quiere justificar lo injustificable.

Pasa el tiempo, y el nos ayuda a verificar la validez o inconveniencia de las actitudes que asumimos, como personas y como pueblos. No somos ni queremos o debemos convertirnos en jueces, fuera del contexto o de las condiciones que viven las personas.

Para los que intentaron mantenerse fuera de la confrontación y callaron lo que debían haber denunciado, protegiendo sus intereses, Mons. Romero, en el mejor de los casos había sido utilizado como instrumento de radicalización. Para quienes deseaban que Mons. Romero se alineara en abierta confrontación contra el régimen, afirmaban que era manipulado por sectores conservadores de la Iglesia y los grupos económicos.

Y ante este tipo de actitudes, ni antes ni ahora, existen vacunas para evitarlo, y nadie está libre de contagiarse, ni siquiera dignatarios eclesiásticos.

Además de la falta de justificación para estas afirmaciones, está claramente demostrado que Mons. Romero no era un “oligarca”, su familia provenía de la clase media-baja de El Salvador y vivían austeramente. Hay quienes afirman que tanto en el Seminario como en su actividad parroquial, había encontrado algunas resistencias por su comportamiento algo conservador. Todo indica que la muerte del Padre Rutilio Grande lo sacudió profundamente. La frase “no podemos callar”, me la repitió varias veces durante mi visita, y en ningún momento me pareció una persona que podía ser manipulada.

El gran secreto de un cristiano que se precie como tal, es el “encuentro con el Señor”. En algún momento de nuestra vida lo descubrimos, lo encontramos. Él siempre está frente a nosotros, se nos manifiesta de miles maneras, se personifica en muchas de las personas que nos rodean. Somos libres de buscarlo, de descubrirlo, de encontrarlo y especialmente, de asumirlo.

Desde ese momento, somos naturalmente “signos de contradicción”.

De la misma forma que rechazo a considerar que Latinoamérica es un continente con mayoría de cristianos (otra cosa es que haya una mayoría de bautizados), y que con pesar conozco a muchos dignatarios eclesiásticos que aún no se han encontrado con el Señor, estoy convencido que en Rutilio Grande, Oscar Romero encontró al Señor, se convirtió en un “signo de contradicción”, y lo fue como el Señor, hasta su martirio.

Hoy rememoramos el martirio de un hombre, un pastor, que consciente del riesgo que corría, no tuvo temor en decir y hacer lo que debía. Mi mejor recuerdo y homenaje es que en su lugar y en su momento, yo le pediría al Señor, la gracia de poder hacer lo que el hizo, no para que me alaben en la distancia, sino como coherencia de un compromiso asumido por amor a nuestro pueblo, como el lo hizo con el pueblo que el Señor le había confiado.

Estoy seguro que hoy nos acompaña, y nos anima para que su ejemplo sirva de especial referencia a nuestro compromiso de hoy, ante la realidad que debemos asumir, o que ya estamos asumiendo.

Muchas Gracias.

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